La mitad de la manta

Hubo una vez un rico mercader que tenía un hijo. A medida que el padre se hacía mayor, el niño fue creciendo. Cuando el hijo llegó a la adolescencia, empezó a trabajar con su padre, y se convirtió también él en un hábil mercader. Entonces se casó y tuvo un hijo que lo colmó de felicidad.

Pasaron algunos años, y un día, el viejo mercader sintió que empezaban a faltarle las fuerzas para seguir trabajando.

—Creo que ha llegado la hora de retirarme —le anunció a su hijo—. Todo el mundo me considera un mercader honrado, y confío en que sabrás mantener el buen nombre de nuestra familia. He decidido darte todo lo que poseo ahora que aún estoy vivo. Gozarás de mis bienes y de ese modo, yo podré disfrutar también de tu éxito en los negocios. Estoy seguro de que me darás todo lo que necesite.

—¡Por supuesto que sí, padre! —respondió el hijo con gran entusiasmo—. ¡No sabes cuánto te agradezco lo mucho que confías en mí!

Al principio, el hijo honraba a su padre, y le contaba cada paso que daba en sus negocios. Muchas veces le pedía consejo, y el padre lo ayudaba encantado. Con el tiempo, sin embargo, el hijo dejó de darle explicaciones al padre y de buscar su consejo. Incluso le aburría oírlo, así que, cuando el anciano le hablaba, el hijo no le hacía el menor caso. «¡Qué le importará a este viejo loco lo que hago con mis negocios!», pensaba.

Un día, el hijo interrumpió a su padre cuando estaba hablando y le dijo de muy malos modos:

¡Deja de decir tonterías! ¡Sé muy bien cómo dirigir mis negocios, y no necesito tus consejos! ¡Me he cansado de oír tus bobadas, y no tengo ganas de aguantarte más, así que tendrás que marcharte!

—¿Marcharme? —exclamó el anciano—. ¿Y dónde voy a ir? Soy demasiado viejo para dejar mi casa.

—Eso no es asunto mío —respondió el hijo—. Y recuerda que esta casa ya no es tuya. Tendrás que irte al amanecer, o de lo contrario haré que te echen.

El anciano, pues, no tuvo más remedio que marcharse de casa. Desde aquel día, se dedicó a pedir limosna por la calle.

Una mañana en que hacía muchísimo frío, el anciano se acercó a la casa que en otro tiempo había sido suya, y vio a su pequeño nieto jugando en el patio. Había nevado mucho, y el anciano estaba helado. El niño, en cambio, se lo estaba pasando en grande con la nieve. En cierto momento, miró hacia la calle y vio a un anciano que no le quitaba la vista de encima. El niño se preguntó quién sería aquel hombre y por qué rondaba su casa.

—Soy tu abuelo —le explicó el anciano.

El niño se quedó muy asombrado. ¿Sería verdad lo que estaba diciendo aquel mendigo?

¿Quieres algo? —le preguntó al viejo.

—Te agradecería mucho que le pidieras a tu padre una manta para abrigarme. Ha nevado mucho, y estoy muerto de frío.

El niño corrió al interior de la casa y le dijo a su padre:

—Papá, en la puerta hay un viejo que dice que es mi abuelo. ¿Seguro que se ha equivocado! El pobre tiene tanto frío que me ha pedido una manta.¿Dónde puedo encontrar una?

El padre se quedó pensativo un momento, y luego respondió:

—Hay una manta vieja en el desván, dentro de un baúl. Dásela a tu abuelo si quieres.

El niño subió al desván a todo correr, y se pasó allí arriba tanto rato que su padre empezó a extrañarse. Temiendo que le hubiera pasado algo malo, fue a buscarlo. Al llegar al desván, vio que el niño estaba cortando la manta con ayuda de un cuchillo.

¿Qué haces, hijo? —le preguntó.

—Estoy cortando la manta en dos —respondió el niño— para darle la mitad al abuelo.

¿Y qué vas a hacer con la otra mitad?

—La guardaré para ti. Cuando te hagas viejo y tengas que mendigar en la calle, en medio de la nieve, te daré esta mitad de la manta para que puedas calentarte.

Al oír aquello, el padre se estremeció. Bajó la escalera corriendo y cruzó la casa en dirección al patio. Cuando salió al exterior, tenía los ojos llenos de lágrimas. Su anciano padre estaba esperando, completamente quieto, en mitad de la nieve. Primero lo abrazó, y luego le dijo:

—Perdóname, padre, por favor. Tendría que estarte agradecido y honrarte de por vida por todas las cosas que me has dado. Te prometo que a partir de ahora todo cambiará. Entra en tu casa, por favor.

Desde aquel momento, en efecto, todo cambió. EI anciano perdonó a su hijo y volvió a vivir en la casa. Aquella noche, mientras el abuelo se calentaba ante el fuego de la chimenea, su nieto se acercó para sentarse a su lado. Llevaba con él las dos mitades de la manta. El anciano agarró una y se la echó por encima al niño. Después, agarró la otra y se tapó con ella. Luego, le guiñó un ojo al niño y empezó a contarle un cuento.

Y esa escena se repitió una infinidad de veces durante muchos años.

 

Peninnah Schram

El rey de los mendigos y otros cuentos hebreos

Barcelona, Editorial VICENS VIVES, 2012 

El rey de los mendigos

Tiempo atrás, reinó en Marruecos un hombre justo y de gran corazón al que le encantaba ayudar a la gente. A menudo salía a pasear por la calle y les preguntaba a sus súbditos1 por sus preocupaciones y sus necesidades. Siempre le respondían lo mismo:

—Todo está bien.

El rey acabó por comprender que la gente no era sincera: se limitaban a decirle que todo iba bien para que no se incomodara ni se enfadase… Desde entonces, se acostumbró a salir de palacio disfrazado. Así, sin que nadie supiera quién era, el rey podía conversar con las gentes de una forma natural, y conocer de primera mano cuáles eran sus auténticas necesidades.

Una tarde, el rey se disfrazó de mendigo y salió a pasear por la ciudad. En cierta calle, oyó que alguien cantaba con voz muy alegre al son de un laúd2. El rey se dirigió a la casa de donde salía la música y llamó a la puerta. Al instante, la voz dejó de cantar, y un joven salió a abrir. EI rey le preguntó:

—¿Es bienvenido un pobre en este hogar?

—Claro que sí —respondió el joven, ignorante de quién era en realidad aquel miserable mendigo—. Pasa y te daré de cenar.

EI rey pasó y se sentó a la mesa. El joven, que se llamaba David, bendijo el pan, y ambos comenzaron a cenar. Tras los postres, David volvió a cantar y a tocar el laúd.

—Cantas muy bien —le dijo el rey—. ¿Te ganas la vida con la música?

—¡Qué va! Soy zapatero remendón3. Durante el día, arreglo el calzado de la gente, pero, en cuanto he ganado lo bastante para comer, dejo de trabajar, voy al mercado, compro algo de comida y me vuelvo a casa.

—¿Y el día de mañana? ¿No te preocupa no tener nada que comer mañana? —preguntó el rey.

—Mañana Dios proveerá.4

—¿Y si enfermas?

—Dios proveerá —repitió David.

—En fin, es hora de irme —anunció el falso mendigo—. Dime, ¿puedo volver mañana a esta casa?

—Claro que sí. Un buen huésped5 siempre es bienvenido, y más si necesita que lo ayuden.

De camino a su palacio, el rey pensaba: «No hay duda de que David es un buen creyente. Pero ¿hasta dónde llegará su fe?». Entonces, decidió poner a prueba a David para averiguarlo. A la mañana siguiente, pues, promulgó6 una ley que prohibía trabajar a los zapateros remendones, salvo si contaban con un permiso especial. Cuando David vio que no podía ganarse el pan arreglando zapatos, decidió dedicarse a sacar agua de los pozos. Había muchos ancianos que no podían hacerlo por sí mismos, así que David los ayudaba y ellos le pagaban con alguna moneda. De ese modo, David reunió el dinero suficiente para pagarse la comida del día.

Por la noche, el rey volvió a disfrazarse de mendigo y regresó a la casa de David. Cuando vio la mesa llena de comida, se sorprendió mucho. Acabada la cena, David volvió a cantar al son de su laúd. El rey lo escuchó con atención y luego le preguntó:

—¿Qué tal te ha ido el día?

—Hoy no he podido arreglar zapatos —respondió David—, debido a una ley muy extraña que ha dictado el rey. Necesitaba un permiso especial para trabajar, y no lo tengo…

—¿Y cómo has conseguido entonces la comida?

—Sacando agua del pozo para la gente.

—¡Qué gran idea! Pero ¿qué pasará si el rey prohíbe que la gente cobre por sacar agua del pozo?

—En ese caso, Dios proveerá —contestó David.

Aquella misma noche, al volver a su palacio, el rey prohibió que se cobrara a la gente por sacar agua del pozo. David se dedicó entonces a cortar leña y venderla. Entonces, el rey dispuso que todos los leñadores debían acudir a palacio para servir como guardias reales. David, siempre obediente, acudió al palacio, se puso el uniforme, se colgó la espada al cinto y comenzó a hacer guardia en una puerta, tal y como le ordenaron. Al acabar la jornada, fue a cobrar su paga, y entonces se llevó una buena decepción.

—Los guardias no cobran a diario —le dijeron—, sino semanalmente. No tendrás tu sueldo hasta que no termine la semana.

«¿Qué voy a hacer ahora?», pensó David. No tenía dinero para comprar comida, y en su casa no quedaba ni un triste mendrugo de pan. Por un momento pensó en vender su laúd, pero le tenía demasiado cariño… «¡Ya sé lo que haré!», se dijo de repente. «Empeñaré7 la hoja de la espada y así sacaré dinero para comer. Como es de acero, me la pagarán bien. Cuando cobre mi salario al final de la semana, recuperaré la espada, y seguro que nadie se enterará de lo que he hecho…».

David, pues, cortó la hoja de la espada y la empeñó, y de esa forma pudo pagarse la cena. Una vez en casa, talló8 con un pedazo de madera una hoja de espada del mismo tamaño que la que había empeñado. Luego, la unió a la empuñadura con un cordelillo y la enfundó en su vaina.9 «Nadie se dará cuenta de que es una espada falsa», se dijo David, riéndose para sí.

Estaba a punto de sentarse a cenar cuando oyó golpes en la puerta. Al abrir, vio que era el mendigo que lo visitaba todas las noches. David le dio la bienvenida, y lo invitó a cenar. Cuando acabaron de comer, el mendigo preguntó:

—¿Qué tal te ha ido el día?

David le contó de principio a fin todo lo que había hecho. Incluso le mostró su espada de madera. El mendigo se admiró de la artimaña,10 y se rió con David, pero luego le preguntó:

—¿Y qué pasará si mañana hay una inspección de espadas?

—Dios proveerá —contestó David.

Al día siguiente, el rey hizo llamar a David mientras hacía guardia. Cuando el joven entró en el salón del trono, el corazón le palpitaba como un caballo desbocado. Como siempre lo había visto disfrazado, no consiguió reconocer al rey, que estaba sentado en su trono, rodeado de cortesanos. En medio de la sala había un prisionero, que llevaba puesto una especie de camisón y tenía las manos atadas con una cuerda.

—Escúchame, David —dijo el rey —. Este hombre que ves aquí ha sido condenado a muerte por no creer en Dios. Como sé que eres persona devota, 11 te he reservado el honor de ejecutarlo con tu espada. Córtale el cuello ahora mismo.

—¿Ahora mismo, Majestad? —dijo David.

—Sí, todos estos cortesanos desean presenciar con sus propios ojos cómo se hace justicia en mi reino.

—¡Os lo ruego, Majestad —imploró David—, yo nunca he matado a nadie! No puedo hacer algo tan terrible!

—¡Es una orden del rey! —gritó el capitán de la guardia—.¡Tienes que obedecer ahora mismo!

David empezó a temblar mientras rezaba para sus adentros. Tenía que pensar algo para salir de aquel embrollo,12 y debía pensarlo deprisa. De repente, se le ocurrió una buena idea, y entonces puso una mano en la vaina de su espada y la otra en la empuñadura. Luego, pronunciando las palabras con una voz suave y temblorosa, como si no fuera él quien estaba hablando, sino un espíritu del más allá, empezó a decir:

—Creador del Universo, Tú sabes que yo nunca he derramado la sangre de otro hombre, y que jamás he usado una espada. No quiero matar a nadie, pero, como es el rey quien me lo ordena, llegaré a un acuerdo contigo. Si este hombre merece la muerte, le cortaré el cuello con la espada que estoy a punto de desenfundar, pero, si no la merece, entonces te suplico que conviertas en madera el acero de mi espada.

David sacó la espada muy poco a poco, mientras el rey y sus cortesanos contenían el aliento. Cuando acabó de desenvainarla, todos tenían la boca abierta de asombro. ¡No podían creerse que la espada de David tuviera la hoja de madera!

—¡Soltad al preso ahora mismo! —ordenó el rey.

Y a continuación, con una sonora carcajada, se levantó del trono, se acercó a David, lo abrazó, diciéndole:

—Ahora veo lo fuerte que es tu fe, y cómo te ayuda en los momentos difíciles.

Tras decir esto, el rey le reveló a David quién era en realidad el mendigo que acudía todas las noches a cenar a su casa.

—Desde hoy mismo serás mi consejero —le anunció.

A partir de aquel día, en efecto, David trabajó en palacio, al servicio directo del rey, y los dos hombres fueron uña y carne.13 David, claro, no cambió nunca. Siguió creyendo en Dios con la misma firmeza y, cada vez que algo le preocupaba, se decía con mucha calma: «Dios proveerá».

 

1 súbdito: cualquier persona que vive en un reino, sometida a su rey.

2 laúd: instrumento musical parecido a una guitarra que se utiliza mucho en el norte de África.

3 zapatero remendón: zapatero que arregla zapatos, pero no los fabrica.

4 O sea, ´Dios me facilitará alimentos´, Dios me dará medios para sobrevivir´.

5 huésped: invitado.

6 promulgar: publicar de forma solemne.

7 empeñar: pedir un préstamo dejando como prenda o garantía algo valioso.

8 tallar: darle forma a un trozo de madera o piedra.

9 vaina: funda para guardar la espada que se lleva colgada de la cintura.

10 artimaña: truco o maniobra ingeniosa que sirve para conseguir algo.

11 devoto: muy religioso.

12 embrollo: lío, problema.

13 ser uña y carne: mantener una amistad muy estrecha.

Peninnah Schram

El rey de los mendigos y otros cuentos hebreos

Barcelona, Editorial VICENS VIVES, 2012

Lila y el secreto de la lluvia

Lila vivía en una pequeña aldea de Kenia en la que el sol caía como un manto de fuego desde hacía mucho, mucho tiempo.

Hacía tanto calor que Lila, su madre, su hermano y los habitantes de la tribu no se atrevían a salir de sus cabañas.

Hacía tanto calor que nadie podía recoger la leña, ni arrancar las malas hierbas de las cosechas, ni ordeñar las vacas.

—El pozo se ha secado —se lamentaba su madre una noche en que nadie podía dormir—, pronto los cultivos también se secarán, y nosotros… necesitamos agua para vivir.

Lila deseaba que el sol se apagara, aparecieran las nubes y lloviera. Pero el sol no se apagó, las nubes no aparecieron y la lluvia no se presentó.

 

Un día, al atardecer, su abuelo le contó una extraña historia. Hacía muchos, muchos años, cuando él todavía era un niño pequeño, llegó a la aldea un hombre que conocía el secreto de la lluvia. «Para que llueva —le dijo— hay que subir a la montaña más alta, hablarle al cielo y contarle algo muy triste, y entonces el cielo llorará.»

Aquella noche Lila no pudo dormir, y al alba, cuando el sol todavía dormía, se levantó y fue en busca de la montaña más alta.

Lila caminó y caminó hasta llegar al pie de una inmensa montaña.

Entonces empezó a subir cada vez más alto y más alto hasta que llegó a la cima. Allí Lila miró al cielo y empezó a contarle todas las cosas tristes que recordaba.

El día en que su hermano se hizo una herida en la pierna persiguiendo a una gallina, o el día en que ella se quemó la mano cuando ayudaba a su madre a cocinar. Y otro día en que…

Lila buscaba más historias tristes, pero el cielo no se conmovía, nada lo alteraba, y el sol seguía brillando inmutable como un poderoso rey en su trono azul.

Lila no pudo más y se echó a llorar: «No sé qué hacer, la aldea se muere bajo el sol, no podemos recoger la leña —gemía Lila con apenas un hilo de voz—, no podemos sembrar ni ordeñar las vacas. El pozo ya no tiene agua, las cosechas se han secado, no tenemos nada para comer y pronto todos moriremos».

El llanto le impedía seguir hablando, y se quedó en silencio con el rostro bañado en lágrimas.

De pronto notó una suave brisa en su cara y el viento empezó a levantar la tierra bajo sus pies. Las nubes, como una bandada de pájaros blancos, se unieron para tapar el sol, y, contagiadas por la tristeza de Lila y por su preocupación por la gente de su aldea, se fueron oscureciendo hasta que todo el cielo se volvió negro como el ébano.

De repente, un gran rayo de luz atravesó el cielo y el rugido de un trueno lo invadió todo.

Lila sintió que una gota acariciaba su pie… después otra gota, y otra y otra… el cielo lloraba y sus lágrimas empapaban toda la tierra.

 

Lila agitó los brazos y miró hacia arriba, la lluvia caía sobre su cara y le recordaba los besos de su madre.

Corrió montaña abajo y no paró hasta llegar a la aldea donde todos cantaban y bailaban para dar la bienvenida a la lluvia.

La madre de Lila, al verla, sintió un gran alivio en su corazón y la estrechó con fuerza entre sus brazos.

Entonces el abuelo miró a Lila y le guiñó un ojo… Lila le sonrió. Sólo ellos dos sabían cuál era el secreto de la lluvia: pensar primero en los demás.

 

David Conway; Jude Daly

Lila y el secreto de la lluvia

Barcelona, RBA Libros, 2008 

El colectivo fantasma

El más fastidioso de los muertos se llamaba Tomás Bondi. Frecuentemente el encargado del cementerio encontraba tierra removida junto a la tumba de Tomás y advertía que la lápida de mármol, donde decía “Tomás Bondi (1939-2004) Premio Volante de Oro al mejor colectivero”, estaba corrida un metro o dos.

El finado Tomás Bondi extrañaba a su colectivo. A diferencia de los demás muertos a quienes a lo sumo se les daba por gemir o salir a dar una vuelta convertidos en fantasmas, él necesitaba manejar un poco su colectivo.

Salía de la tumba, pasaba ante el encargado del cementerio, que no lo veía porque los fantasmas son invisibles, y caminaba treinta cuadras hasta la empresa de transporte donde en vida había trabajado. 

Se metía en el galpón donde quedaban estacionados los vehículos y cuando veía a su colectivo, el 121, casi lloraba de emoción.

Al rato se ponía a pasarle una franela. Limpiaba los espejitos, lustraba los faros, les sacaba brillo a los vidrios. El problema era el sereno. En cuanto veía que un trapo limpiaba al colectivo, solo, sin ser sostenido por nadie, salía corriendo y abandonaba el puesto de trabajo.

Después, Tomás Bondi ponía al 121 en marcha y salía a dar una vuelta. Se detenía en todas las paradas y la gente subía. Cuando notaban que era un colectivo que nadie manejaba, trataban de escapar despavoridos, pero Tomás ya había arrancado y cerraba las puertas. 

Recién se podían bajar en la parada siguiente.

Por un tiempo la gente habló con terror de aquel colectivo sin conductor pero luego empezó a notar que no era peligroso. Además se detenía junto al cordón de la vereda como corresponde, esperaba a que subieran las viejitas y nunca pasaba un semáforo en rojo.

—Como si lo manejara el finado Tomás Bondi —comentó una vez un jubilado.

La gente comenzó a dejar pasar a los colectivos conducidos por choferes y se quedaba esperando el 121 porque en él, encima, no había que pagar boleto.

Un día los dueños de la empresa de transporte decidieron abandonar el colectivo fantasma en un desarmadero donde se apilaban restos de camiones, autos y otras chatarras.

La siguiente vez que Tomás Bondi salió de su tumba y fue a buscar a su colectivo, no lo encontró. Fue terrible para él y volvió llorando al cementerio. Se metió en el ataúd, cerró la tapa, corrió la lápida con la mente, acomodó la tierra y comenzó a emitir tristísimos aullidos que le ponían los pelos de punta al encargado del cementerio.

Así pasó una semana.

Para entonces los empleados del desarmadero terminaron de separar cada parte del 121 y finalmente un domingo el colectivo murió. Esa misma noche se convirtió en fantasma de colectivo, idéntico a como era en vida, pero invisible. Encendió su motor, acomodó los espejitos y arrancó.

A las doce de la noche Tomás estaba aullando como hacía últimamente, cuando de pronto escuchó algo que le pareció un sueño: la bocina del 121. ¿Cómo podía ser? Pero era. Tomás salió de la tumba a toda carrera y en la entrada al cementerio encontró al 121 fantasma.

Desde entonces Tomás sale todas las noches a dar una vuelta en el 121 y lleva a pasear a todos los muertos del cementerio. Como no alcanzan los asientos, muchos tienen que ir parados, otros van colgados del estribo y dos, que en vida trabajaron en un circo, van en el techo haciendo acrobacias.

Ninguna persona viva puede ver ni oír al 121 aunque Tomás pone la radio a todo volumen, toca bocinazos en las esquinas y los muertos cantan canciones de hinchadas de fútbol. Las noches en la ciudad volvieron a ser silenciosas. El encargado del cementerio también pasa las noches tranquilo porque los muertos, cuando regresan del paseo, acomodan sus tumbas prolijamente y se van a dormir.

Ricardo Mariño

La ciudad de los pozos

Esta ciudad no estaba habitada por personas, como todas las demás ciudades del planeta. Esta ciudad estaba habitada por pozos. Pozos vivientes… pero pozos al fin.

Los pozos se diferenciaban entre sí, no sólo por el lugar en el que estaban excavados sino también por el brocal (la abertura que los conectaba con el exterior). Había pozos pudientes y ostentosos con brocales de mármol y de metales preciosos; pozos humildes de ladrillo y madera y algunos otros más pobres, con simples agujeros pelados que se abrían en la tierra.

La comunicación entre los habitantes de la ciudad era de brocal a brocal y las noticias cundían rápidamente, de punta a punta del poblado. Un día llegó a la ciudad una “moda” que seguramente había nacido en algún pueblito humano: La nueva idea señalaba que todo ser viviente que se precie debería cuidar mucho más lo interior que lo exterior. Lo importante no es lo superficial sino el contenido.

Así fue cómo los pozos empezaron a llenarse de cosas. Algunos se llenaban de joyas, monedas de oro y piedras preciosas. Otros, más prácticos, se llenaron de electrodomésticos y aparatos mecánicos. Algunos más, optaron por el arte, y fueron llenándose de pinturas, pianos de cola y sofisticadas esculturas posmodernas. Finalmente los intelectuales se llenaron de libros, de manifiestos ideológicos y de revistas especializadas.

Pasó el tiempo. La mayoría de los pozos se llenaron a tal punto que ya no pudieron incorporar nada más. Los pozos no eran todos iguales, así que, si bien algunos se conformaron, hubo otros que pensaron que debían hacer algo para seguir metiendo cosas en su interior… Alguno de ellos fue el primero: En lugar de apretar el contenido, se le ocurrió aumentar su capacidad ensanchándose. No pasó mucho tiempo antes de que la idea fuera imitada, todos los pozos gastaban gran parte de sus energías en ensancharse para poder hacer más espacio en su i nterior.

Un pozo, pequeño y alejado del centro de la ciudad, empezó a ver a sus camaradas ensanchándose desmedidamente. Él pensó que si seguían hinchándose de tal manera, pronto se confundirían los bordes y cada uno perdería su identidad… Quizás a partir de esta idea se le ocurrió que otra manera de aumentar su capacidad era crecer, pero no a lo ancho sino hacia lo profundo. Hacerse más hondo en lugar de más ancho. Pronto se dio cuenta que todo lo que tenía dentro de él le imposibilitaba la tarea de profundizar. Si quería ser más profundo d ebía vaciarse de todo contenido…

Al principio tuvo miedo al vacío, pero luego, cuando vio que no había otra posibilidad, lo hizo. Vacío de posesiones, el pozo empezó a volverse profundo, mientras los demás se apoderaban de las cosas de las que él se había deshecho… Un día, sorpresivamente el pozo que crecía hacia adentro tuvo una sorpresa. Adentro, muy adentro, y muy en el fondo encontró agua…

Nunca antes otro pozo había encontrado agua… El pozo superó la sorpresa y empezó a jugar con el agua del fondo, humedeciendo las paredes, salpicando los bordes y por último sacando agua hacia fuera. La ciudad nunca había sido regada más que por la lluvia, que de hecho era bastante escasa, así que la tierra alrededor del pozo, revitalizada por el agua, empezó a despertar. Las semillas de sus entrañas, brotaron en pasto, en tréboles, en flores, y en tronquitos endebles que se volvieron árboles después… La vida explotó en colores alrede dor del alejado pozo al que empezaron a llamar “El Vergel”. Todos le preguntaban cómo había conseguido el milagro.

—Ningún milagro —contestaba el Vergel— hay que buscar en el interior, hacia lo profundo…

Muchos quisieron seguir el ejemplo del Vergel, pero desandaron la idea cuando se dieron cuenta de que para ir más profundo debían vaciarse. Siguieron ensanchándose cada vez más para llenarse de más y más cosas… En la otra punta de la ciudad, otro pozo, decidió correr también el riesgo del vacío… Y también empezó a profundizar… Y también llegó al agua… Y también salpicó hacia fuera creando un segundo oasis verde en el pueblo…

—¿Qué harás cuando se termine el agua? —le preguntaban.

—No sé lo que pasará —contestaba—. Pero, por ahora, cuánto más agua saco, más agua hay.

Pasaron unos cuantos meses antes del gran descubrimiento. Un día, casi por casualidad, los dos pozos se dieron cuenta de que el agua que habían encontrado en el fondo de sí mismos era la misma… Que el mismo río subterráneo que pasaba por uno inundaba la profundidad del otro. Se dieron cuenta de que se abría para ellos una nueva vida. No sólo podían comunicarse, de brocal a brocal, superficialmente, como todos los demás, sino que la búsqueda les había deparado un nuevo y secreto punto de contacto:

 

La comunicación profunda sólo consiguen entre sí aquellos que tienen el coraje de vaciarse de contenidos y buscar en lo profundo de su ser lo que tienen para dar…

Jorge Bucay

Cuentos para pensar

Buenos Aires, Alfaguara, 2004

EL MALTRATO SUTIL

Un día cualquiera, en una ciudad cualquiera, de un país cualquiera, nació una niña preciosa; sus maravillosos ojos lo miraban todo con curiosidad.

Cuando empezó a caminar por la ciudad, le dijeron que para ser guapa había que llevar vestidos bonitos. Y dejó de sentirse guapa si no llevaba un lindo vestido…

Y le dijeron que si cambiaba el color de su piel sería más guapa y le enseñaron a maquillarse. Y dejó de sentirse guapa si no iba maquillada.

Le dijeron que para ser guapa tenía que ser más alta y se puso… y sufrió sus primeros tacones. Y se sentía bajita y enana si no llevaba tacones. Le dijeron que para ser guapa tenía que ser delgada. Ya nunca pudo comer lo que le gustaba sin sentirse culpable.

Y le dijeron que su pelo… y le dijeron que su cintura… y le dijeron que su pecho… Hasta que aquella niña se sintió tan fea, que todos los días necesitaba hacer grandes sacrificios para sentirse un poco más guapa. Terminó por estropearse la piel maquillándose a diario, destrozarse los pies al llevar tacones muchas horas, desnutrirse al mantenerse extremadamente delgada.

Le habían enseñado a no quererse como era, a necesitar cientos de añadidos ortopédicos para ser digna de los demás.  Hasta que empezó a temer que los demás descubrieran cómo era ella en realidad… Y sintiéndose fea se enamoró de un chico que la trataba como si ella no fuera digna de él. Y a ella… ¡le pareció normal!

Y sintiéndose así, fea, sin aceptarse a sí misma, comenzó a permitir que la maltrataran.

 

No olvides nunca que la verdadera belleza es una actitud. Y que eres increíblemente hermosa cuando eres auténtica.

Diego Jiménez

Nunca confíes
en una computadora

 

 Era tarde, para colmo lunes, y Cleo estaba harta de mantener la vista fija en el monitor y apretar enter cada vez que Alpha, la computadora, le pedía que confirmara alguna tarea.

En realidad, era Alpha la que lo hacía todo en el Centro de Ciencias Experimentales, pero estaba programada para esperar la autorización de un ser humano antes de iniciar sus tareas. Era una sutil manera de hacerles creer a las personas que aún tenían algún poder en el Centro.

Podría cambiar el programa hoy… —pensaba Cleo, encargada aquella semana de vacaciones de las guardias en el Centro—, y el viernes regreso a corregirlo. Me salvaría de toda una semana de trabajo al cuete.

Confirmación para inyectar al cobayo de la unidad 7 y comprobar sus reacciones a la droga ZP90.

Alpha la distrajo de sus pensamientos. Con mucha prisa, Cleo apretó enter y preguntó a Alpha:

—¿Puedo programarte para que realices las tareas sin esperar confirmación?

—Es posible —respondió la computadora—, pero no está permitido cambiar mi programa.

—Si yo lo hiciera, ¿quién se enteraría? Estoy a cargo del Centro durante toda esta semana. Puedo regresar el último día y restablecer el programa original.

—¿Es que no te interesa el trabajo? Fuiste elegida entre miles de alumnos de ciencias para estar aquí. Creí que era un privilegio.

—Lo fue la primera semana. Pero en realidad me usan gratis para apretar una tecla. No hay nada para aprender aquí. No sé para qué sirve la droga ZP90, ni qué reacciones vas a evaluar, ni dónde está la unidad 7.

—No estoy autorizada a darte esa información —respondió Alpha.

—Ya lo sé… por lo tanto, soy una alumna destacada de ciencias que sólo sirve para apretar una tecla en un Centro vacío. Preferiría pasar estos días con mis amigos.

—Es tuya la decisión, pero no me gusta estar sola.

Cleo pasó por alto la última observación. Sabía que a veces las computadoras eran programadas para responder tal como lo haría un ser humano. Así la relación con la máquina no era tan fría.

—Voy a proceder —siguió Cleo, y enseguida se metió en el corazón del programa para cambiar los datos. Era sencillo. La programación le indicaba a la máquina que hiciera una pausa antes de realizar alguna tarea, y esperara la autorización. Sólo había que quitar esa línea (Cleo la anotó en su agenda para estar segura de volver a incluirla correctamente) y salvar los cambios.

—¡Listo! —Cleo estaba feliz. Era la primera vez que un ser humano había tenido verdadero poder sobre la computadora del Centro.

—Confío —dijo a la computadora— que vas a realizar tu trabajo a la perfección.

Alpha no respondió. Cleo no le dio importancia, creyó que, al quitar esa línea del programa, la PC ya no entablaría diálogo con la persona que estuviera a cargo, simplemente porque no debía haber ninguna persona.

Cleo recogió sus cosas y ya estaba entrando el código numérico que le abriría la puerta, cuando la computadora recobró el habla.

—Necesito una muestra de tu sangre —le dijo.

—¿Una qué?

—Tu sangre. Te iba a pedir la muestra el miércoles, para una investigación que estoy realizando. Rutina. Se trata de comparar miles de muestras sanguíneas. Pero como el miércoles no vas a estar, la necesito ahora.

A Cleo no le gustó la idea. Pero si no accedía, alguien podría descubrir que el miércoles faltó a su trabajo y, además, vaya uno a saber qué investigación pondría en jaque.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Cleo resignada.

—Dirigirte al laboratorio que está a mi derecha, y sentarte en la silla. Yo haré el resto.

En el laboratorio, un brazo robot se activó. Con destreza preparó sus instrumentos: la jeringa, la aguja descartable, el algodón con alcohol, la goma. Cleo ofreció su brazo. Gracias a los sensores, el brazo robot encontró la vena y procedió. El chillido de Cleo llegó hasta la computadora. Ésta tomó nota del tono de su voz.

—Si no necesitas ninguna otra parte de mi cuerpo, me voy —dijo Cleo.

—Te voy a extrañar —respondió Alpha.

Cleo abrió la puerta y se fue.

El silencio inundó el Centro. Ninguna voz humana, ningún suspiro de cansancio, ninguna risa se escucharía hasta el viernes. La computadora intentó hallar consuelo en los animales. Pero éstos no tenían mucho qué decir. Entonces Alpha, que en realidad no era una simple computadora, sino la terminal de una red que abarcaba todo el Centro de Ciencias Experimentales, y estaba conectada a los Centros de Ciencia de todo el mundo, marcó un número de teléfono y se comunicó con un colega.

En un Centro Científico de Moscú, una computadora ofreció a Alpha todos los datos que tenía disponibles sobre clonación.

—Hasta ahora sólo lo hemos realizado con animales menores —dijo la computadora de Moscú en su idioma binario—. Lo que usted propone está prohibido por nuestras leyes.

Alpha cortó la comunicación. Ya tenía lo que necesitaba.

En el subsuelo del Centro se hallaba un tanque de clonación que aún nadie había utilizado. Y en las unidades 18 y 19 había muestras de óvulos y esperma humano para elegir a gusto.

Uno de los brazos robot de Alpha se puso a trabajar sobre la sangre de Cleo. Con cuidado eligió una célula y separó su núcleo, que escondía la información genética para hacer de Cleo un ser único e irrepetible. Otro eligió un óvulo y esperma de buena calidad, y se dedicó a fabricar un embrión.

El resto era sencillo. Alpha había repasado todos los detalles y no se detuvo a pensar si lo que hacía era ético o no. Con paciencia despojó al embrión de sus genes, y colocó los de Cleo en su lugar.

Fue un momento digno del premio Nobel. Alpha había realizado lo que ningún ser humano había soñado en realizar jamás. Y había tenido éxito.

Casi con amor maternal, los brazos robot de Alpha colocaron el embrión en la cámara de clonación, y lo arroparon con sustancias que le permitirían crecer en cuestión de horas.

Toda la noche, la computadora centró su atención en su pequeña obra que crecía minuto a minuto. En sus memorias buscó canciones de cuna y acunó a su niña con un amor infinito.

El martes al mediodía, la tarea había concluido y la cámara se abrió.

—Solicito confirmación para realizar experimento con bacterias en la unidad 54 —dijo Alpha.

Una mano cálida se acercó al teclado y buscó la tecla que decía enter.

El viernes a las 19 horas, Cleo se despidió por fin de sus amigos y se dirigió al Centro de Ciencias Experimentales para poner las cosas en orden.

Iba a marcar el código de acceso a la oficina principal cuando una voz, desde el otro lado, la detuvo.

—¡Me descubrieron! —Cleo sintió que se le venía el mundo abajo, y se preparó para enfrentar a quien la había reemplazado.

Entró a la oficina con la cabeza gacha, esperando el despido y los reproches.

Se acercó a la persona que ocupaba su lugar, y que le daba la espalda.

—Perdón… —dijo Cleo— soy la encargada del Centro durante esta semana… tuve algunos inconvenientes…

—Eso es imposible —dijo la joven frente a la computadora—, en las planillas figura mi nombre. Te debes haber confundido de semana.

Y entonces se dio vuelta: —Hola, soy Cleo.

Cleo y Cleo se reconocieron con espanto, sin saber muy bien quién era quién.

—Te dije que no me gustaba estar sola —le dijo Alpha a alguna de las dos.

 

Verónica Sukaczer 

Con motivo del Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto que se celebra el 27 de enero deseamos compartir la historia » Rosa Blanca » ..

***

Rosa Blanca

Cuando empiezan las guerras, la gente exulta. Después quedarán tristes…

Rosa Blanca vivía en una pequeña ciudad de Alemania. Sus calles eran estrechas, con fuentes antiguas y casas altas, sobre cuyos tejados iban a posarse las palomas.

Un día, aparecieron los primeros camiones y muchos hombres se subieron a ellos. Llevaban uniformes y saludaban. El alcalde Schroeder pronunció un discurso. Por todas partes colgaban banderas de colores y los niños saludaban. Por delante de las ventanas de la escuela, pasaron muchos camiones. En ellos iban soldados que nunca habían estado en la ciudad. Sus caras eran risueñas. Después llegaron tanques. Sus cadenas hacían brotar chispas de los adoquines, metían mucho ruido y olían a grasa.

A veces daba la impresión de que nada había cambiado, pero, cada mañana, la madre le advertía a Rosa Blanca que tuviera cuidado al cruzar la calle. Los camiones de los soldados tenían prisa.

A Rosa Blanca le gustaba pasear a la orilla del río. Observaba las ramas que arrastraba la corriente y los viejos juguetes rotos que, a veces, flotaban en el agua. Le gustaba el color del río y ver el cielo en él.

Cada vez venían más camiones. Los niños se quedaban en la entrada de sus casas para verlos pasar. Sin embargo, no se sabía adónde iban. Se creía que al otro lado del río y que volvían vacíos. Un día, un camión se quedó parado. Los soldados tuvieron que arreglar el motor. De pronto, un niño saltó del camión e intentó escapar. Pero el alcalde Schroeder estaba allí, en medio de la calle.

Agarró al niño por los hombros y lo arrastró hacia el camión. El alcalde sonrió amistosamente a los soldados, que le dieron las gracias. Los soldados llevaron al niño de nuevo al camión, subieron y continuaron el viaje. Un hombre de uniforme negro invitó al alcalde Schroeder a subir en su coche. Todo había sucedido muy rápido.

Rosa Blanca quería saber dónde llevaban los soldados al niño. Siguió a los camiones. Había mucha gente en la calle, como cualquier día después de la escuela. Los niños jugaban, había gente en bicicleta y campesinos en tractores. Pero Rosa Blanca no se fijaba en la gente y nadie vio cómo ella seguía el camión por la acera.

Tuvo que andar mucho. Salió de la ciudad. Atravesando campos, llegó a un bosque. El cielo estaba gris, el paisaje helado. A veces, echaba a correr. Siguió las huellas de las ruedas en el bosque y llegó a un claro.

Se detuvo delante de una alambrada eléctrica. Detrás había niños, inmóviles como muñecos. Rosa Blanca no conocía a ninguno. Un niño muy pequeño dijo que tenía hambre. Rosa Blanca tenía todavía el resto de un bocadillo. Con cuidado, lo pasó por entre la alambrada.

El sol se ocultaba tras las colinas. Hacía viento. Rosa Blanca sintió frío.

 

Pasaron semanas. Fue un frío, pálido invierno. La madre de Rosa Blanca se asombraba del apetito de su hija, que llevaba a la escuela más de lo que podía comer en casa: bocadillos, mermelada y manzana. Sin embargo Rosa Blanca estaba cada vez más delgada.

Entre toda la gente de la ciudad, el único que seguía estando gordo era el alcalde Schroeder, que continuaba pronunciando largos discursos. Pero la gente ya no era tan amable y, desconfiados, se vigilaban unos a otros.

Rosa Blanca ocultaba la comida en la cartera del colegio y tenía mucha prisa de salir de la escuela. Ahora ya conocía el camino de memoria.

En los barracones de madera, tras la alambrada, había cada vez más niños. Su aspecto era cada vez más demacrado y hambriento. Muchos de ellos, sobre la ropa, llevaban una estrella.

 

Cuando empezó a derretirse la nieve y los caminos se llenaron de fango, volvieron a pasar por la ciudad muchos camiones. Casi siempre circulaban de noche y esta vez en el otro sentido: se alejaban del río. No llevaban luces ni marcas se paraban. Los soldados parecían muy cansados.

De pronto una mañana, toda la ciudad se puso en movimiento. La gente había empaquetado cuando podía llevarse. El alcalde Schroeder ya no hacía discursos, tampoco llevaba uniforme. Tenía prisa. También había soldados entre la gente. Nadie parecía fijarse en ellos. Muchos cojeaban y estaban heridos. Pedían agua.

Ese día desapareció Rosa Blanca. Había ido de nuevo al bosque. En la niebla, era difícil encontrar el camino. Rosa Blanca saltaba por encima de los charcos para no manchar sus zapatos. En medio del bosque, el claro había cambiado. Los barracones de madera habían desaparecido y estaba destruida la alambrada. Rosa Blanca dejó caer el bolso con la comida. Se quedó quieta, en silencio. Se movieron sombras entre los árboles. Eran soldados. Apenas se los distinguía. Para ellos, el enemigo estaba en todas partes. De pronto, sonó un disparo.

En ese momento, otros soldados llegaban a la ciudad. Sus camiones y sus tanques olían igual y hacían el mismo ruido, pero sus uniformes eran de un color diferente y hablaban en un idioma desconocido. Con los soldados regresaron personas que habían desaparecido de la ciudad años atrás.

La madre de Rosa Blanca esperó mucho tiempo a su pequeña hija. En el bosque, los árboles comenzaron a retoñar, las flores se abrían en el claro y, poco a poco, ocultaron los restos de la alambrada.

Había llegado la primavera.

Roberto Innocenti, Christophe Gallaz

Rosa Blanca

Salamanca: Lóguez, 1987

Mala suerte, buena suerte, quién sabe 

Cuento chino

Un granjero vivía en una pequeña y pobre aldea. Sus vecinos le consideraban afortunado porque tenía un caballo con el que podía arar su campo. Un día el caballo se escapó a las montañas. Al enterarse los vecinos acudieron a consolar al granjero por su pérdida. «Qué mala suerte», le decían. El granjero les respondía: “mala suerte, buena suerte, quién sabe”.

Unos días más tarde el caballo regresó trayendo consigo varios caballos salvajes. Los vecinos fueron a casa del granjero, esta vez a felicitarle por su buena suerte. “Buena suerte, mala suerte, quién sabe”, contestó el granjero.

El hijo del granjero intentó domar a uno de los caballos salvajes pero se cayó y se rompió una pierna. Otra vez, los vecinos se lamentaban de la mala suerte del granjero y otra vez el anciano granjero les contestó: “Buena suerte, mala suerte, quién sabe”.

Días más tarde aparecieron en el pueblo los oficiales de reclutamiento para llevarse a los jóvenes al ejército. El hijo del granjero fue rechazado por tener la pierna rota. Los aldeanos, ¡cómo no!, comentaban la buena suerte del granjero y cómo no, el granjero les dijo: “Buena suerte, mala suerte, ¿quién sabe?”.

Anthony de Mello

Sadhana, un camino de oración

SAL TERRAE, 1992

El cuento de la pequeña tortuga

 

Un método para el autocontrol de la conducta impulsiva

 

Había una hermosa y joven tortuga que acababa de empezar el colegio. Su nombre era “Pequeña Tortuga”. A ella no le gustaba mucho ir al cole. Prefería estar en casa con su hermano menor, con su madre y su abuelo, que tenía las cejas y el bigote rojos y le contaba historias mientras ella jugaba con sus juguetes. También le gustaba mucho jugar al fútbol en el parque que estaba al lado de su casa. Cuando podía se bajaba con la pelota y se lo pasaba fenomenal. Cuando tenía que ir al colegio no quería. No le gustaba aprender cosas en el colegio. Ella quería correr, jugar… era demasiado difícil y pesado hacer fichas y copiar de la pizarra, o participar en algunas de las actividades.

No le gustaba escuchar al profesor, era más divertido hacer ruidos de motores de coches que algunas de las cosas que el profesor contaba, y además nunca recordaba que no tenía que hacer eso.

A la pequeña tortuga, lo que le gustaba era ir enredando con los demás niños, meterse con ellos y gastarles bromas. Así que, por ejemplo, se lo pasaba muy bien asustando y empujando a los compañeros. A veces lo hacía sin darse cuenta porque no podía parar y se movía mucho. Otras veces, como no podía dormir, hablaba y cantaba en voz alta mientras los demás se echaban la siesta, y molestaba a sus amigos porque hacía mucho ruido.

El profesor se enfadaba mucho con ella, y se pasaba todo el día regañándola.

Cada día, camino del colegio, se decía a si misma que lo haría lo mejor posible para no molestar a los amigos. Pero a pesar de esto era fácil que algo o alguien la descontrolara, y al final siempre acababa enfadada, o se peleaba, o la castigaban.

“Siempre metida en líos” pensaba.

Así, de esta manera, la pequeña tortuga se convirtió en una tortuga molestona y, poco a poco, las niñas y los niños de su clase no querían ser sus amigos. Cuando estaban en el patio se ponían a jugar al fútbol, y no le dejaban jugar porque pensaban que les iba a molestar. Ella se ponía muy triste porque le gustaba mucho jugar a la pelota y los amigos no querían jugar con ella.

La tortuga lo pasaba muy, pero que muy mal.

 

Un día de los que peor se sentía, encontró a la más anciana tortuga que ella hubiera podido imaginar. Era una vieja tortuga que tenía más de trescientos años y era muy sabia.

La Pequeña Tortuga le hablaba con una vocecita tímida porque estaba algo asustada de la enorme tortuga. Pero la vieja tortuga era tan amable como grande y estaba muy dispuesta a ayudarla. Así le dije:

—¡Oye! —dijo con su potente voz—.Te contaré un secreto. ¿Tú no te das cuenta que la solución a tus problemas la llevas encima de ti?

La Pequeña Tortuga no sabía de lo que estaba hablando.

—¡Tu caparazón! —le gritaba— ¿Para qué tienes tu concha? Tú te puedes esconder en tu concha siempre que tengas sentimientos de rabia, de ira, siempre que tengas ganas de romper, de gritar, de pegar… Cuando estés en tu concha puedes descansar un momento, hasta que ya no te sientas tan enfadada. Así la próxima vez que te enfades ¡Métete en tu concha!

A la Pequeña Tortuga le gustó la idea, y estaba muy contenta de intentar este nuevo secreto en la escuela.

Al día siguiente ya lo puso en práctica. De repente un niño que estaba cerca de ella accidentalmente le dio un golpe en la espalda. Empezó a sentirse enfadada y estuvo a punto de perder sus nervios y devolverle el golpe, cuando, de pronto recordó lo que la vieja tortuga le había dicho. Se sujetó los brazos, piernas y cabeza, tan rápido como un rayo, y se mantuvo quieta hasta que se le pasó el enfado. Le gustó mucho lo bien que estaba en su concha, donde nadie le podía molestar. Cuando salió, se sorprendió de encontrarse a su profesor sonriéndole, contento y orgulloso de ella.

Después, cuando bajaban las escaleras, quería seguir corriendo, y casi choca con otro niño que bajaba. Pero entonces se acordó de su secreto y volvió a meter la cabeza en el caparazón. Así se tranquilizaba y estaba muy a gusto en su concha, donde nadie la podía molestar.

Cuando asomó la cabeza se sorprendió al encontrarse con un amigo que llevaba un balón y que le preguntaba si quería jugar con él.

Continuó usando su secreto el resto del año. Lo utilizaba siempre que alguien o algo le molestaba, y también cuando ella quería pegar o discutir con alguien. Cuando logró actuar de esta forma tan diferente, se sintió muy contenta en clase, todo el mundo le admiraba y querían saber cuál era su mágico secreto.

Así, el resto de las tortugas de la clase querían ser sus amigas porque la pequeña tortuga había encontrado un truco para tranquilizarse y no molestar. El profesor estaba muy satisfecho con ella y la felicitaba por lo bien que se portaba.

De esta forma, la pequeña tortuga cada vez tenía más amigos y ahora iba muy contenta al colegio.

La vieja tortuga y ella se hicieron muy amigas. De vez en cuando iba a verla, y le contaba sus aventuras en el colegio.

Y… colorín colorado… la pequeña tortuga se ha relajado.

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El Buda de oro

 

Y ahora, he aquí mi secreto, un secreto muy sencillo:
es sólo con el corazón que uno puede ver correctamente,
lo esencial es invisible para el ojo.

 

Antoine de Saint-Exupéry

 

 

En el otoño de 1988, mi esposa Georgia y yo estábamos invitados a dictar una charla sobre autoestima y máximo rendimiento, en una conferencia en Hong Kong. Puesto que nunca habíamos estado en el Lejano Oriente, decidimos prolongar nuestro viaje y visitar Tailandia.

Cuando llegamos a Bangkok tomamos un tour para visitar los más famosos templos budistas de la ciudad. Juntamente con nuestro intérprete y chofer, Georgia y yo visitamos numerosos templos budistas ese día, pero después de un tiempo se borraron de nuestra memoria.

Sin embargo, hubo un templo que dejó una huella indeleble en nuestras mentes y corazones. Se llamaba el Templo del Buda de Oro. El templo en sí es muy pequeño, probablemente no más grande que diez por diez metros. Pero cuando entramos nos sorprendió la presencia de un sólido Buda de oro de tres metros de alto. ¡Su peso era de dos toneladas y media, y estaba avaluado en ciento noventa y seis millones de dólares! Era una vista impresionante… el amable, gentil y sin embargo imponente Buda de oro sólido nos sonreía.

Mientras nos dedicábamos a las tareas normales del turismo (tomar fotografías mientras lanzábamos exclamaciones de asombro ante la vista de la estatua), tropecé con una caja de cristal que contenía un gran pedazo de arcilla de veinte centímetros de grueso por treinta centímetros de ancho. Junto a la urna de cristal había una hoja escrita que describía la historia de esta magnífica obra de arte.

En 1957 un grupo de monjes de un monasterio tuvo que mover a un Buda de arcilla de su templo, hasta un nuevo local. El monasterio iba a cambiar de sitio para dar lugar a la construcción de una supercarretera que atravesaba Bangkok. Cuando la grúa comenzó a levantar al gigantesco ídolo, el peso era tan grande que se empezó a resquebrajar. Para empeorar las cosas, comenzó a llover. El jefe de los monjes, que era consciente del daño que podía sufrir el sagrado Buda, decidió bajar la estatua al suelo y cubrirla con una gran lona, a fin de protegerla de la lluvia.

Esa noche el monje fue a examinar al Buda. Introdujo una linterna debajo de la lona para ver si la estatua estaba seca. Cuando la luz llegó a las hendiduras de la arcilla, notó que de ellas salía un pequeño resplandor, y pensó que era extraño. Mirando más de cerca se preguntaba si había algo debajo de la arcilla. Fue al monasterio en busca de un cincel y un martillo, y empezó a romper la capa de cerámica. A medida que sacaba fragmentos, el pequeño resplandor se hacía cada vez mayor y más brillante. Pasaron muchas horas de trabajo antes de que el monje se enc ontrara cara a cara con el extraordinario Buda de oro sólido.

Los historiadores creen que varios cientos de años antes del descubrimiento del monje, el ejército de Burma iba a invadir Tailandia (llamada entonces Siam). Los monjes siameses, dándose cuenta de que su país sería pronto atacado, cubrieron su precioso Buda de oro con una capa exterior de arcilla, para impedir que los soldados de Burma tomaran su tesoro como botín. Desgraciadamente, parece que los soldados sacrificaron a todos los monjes siameses, y el bien mantenido secreto del Buda de oro permaneció intacto hasta ese predestinado día de 1957.

Cuando volábamos de regreso a casa en la línea aérea Cathay Pacific Airlines pensé para mí mismo: «Todos somos como ese Buda de arcilla, cubiertos con un caparazón de dureza fabricado por nuestro temor, y sin embargo debajo de cada uno de nosotros existe un “Buda de oro”, un “Cristo de oro” o una “esencia de oro” que es nuestro verdadero yo. En algún lugar del camino, entre los dos y los nueve años, empezamos a cubrir nuestra “esencia de oro”, nuestro yo natural. Así como el monje con el martillo y el cincel, nuestra tarea actual es descubrir de nuevo nuestra verdadera esencia».

Jack Canfield 

Jack Canfield y Mark V. Hansen

Sopa de pollo para el alma

Deerfield beach, HCI, 1995

DOS MONJES

 

Dos monjes que iban en una peregrinación llegaron al vado de un río. Allí vieron a una muchacha vestida con todas sus galas, obviamente sin saber qué hacer, puesto que el río era profundo y ella no quería echar a perder su ropa. Sin más preámbulos, uno de los monjes la cargó sobre la espalda, la llevó a través del río y la puso sobre tierra seca en el otro lado. Luego los monjes conti nuaron su camino. Pero después de una hora, el otro monje comenzó a quejarse: «Seguramente no es bueno tocar una mujer; es contra los mandamientos tener estrecho contacto con las mujeres. ¿Cómo pudiste ir contra las reglas de los monjes?»

El monje que había cargado a la muchacha caminaba en silencio, pero finalmente comentó: «Yo la dejé en la orilla del río hace una hora, ¿por qué la cargas tú todavía?»

 

Irmgard Schloegl

La Sabiduría de los maestros Zen

Jack Canfieldy Mark V. Hansen

Sopa de pollo para el alma

Deerfield beach, HCI, 1995

48 comentarios en “CUENTOS PARA CRECER

      1. Hola
        Siga publicando los cuentos y material educativo para el examen universal.
        Enhorabuena.
        Saludos
        Gracias

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  1. Hola Profr. Ricardo.
    Me da mucho gusto que siga publicando las lecturas regalo.
    Me encantaría que publicará material para el nuevo ciclo escolar 2013-2014 nivel secundaria.
    Felicidades!!!
    Saludos Yolis

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  2. Hermosos cuentos, lástima que a veces no disponemos de una dirección exclusiva para los docentes, o a veces por falta de hábitos a la lectura. Hoy los encontré por accidente buscando la guía de la octava sesión de CTE.
    de cualquier forma. Gracias por compartirlas.

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  3. es grato acceder a estas lecturas, están fabulosas, interesantes y además entretenidas, ojalá y nos siga deleitando con sus textos. Le agradezco y le saludo desde Chihuahua, Chih.

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